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Folios Digitales

Publicado en 30 Septiembre 2014

Folios Digitales

El “señor” abandonó el nido familiar cuando yo contaba con quince años de edad, eso provocó una intensa sensación de relajación y poco a poco mi madre enderezó su vida como madre, mujer y sobretodo, como ser humano. Poco a poco el entorno familiar fue más o menos normal, pero cuando una cosa empieza a salir bien…otra se tuerce.


Mi etapa en el instituto es un expediente X. Como en todo adolescente esta época es un sinfín de cambios físicos, psicológicos, explosión hormonal, acné, primeras borracheras, amores de dos días y compartir fluidos los fines de Folios Digitales.


Después de deambular por varios grupos de amigos, de los que fui cruelmente y sin explicación expulsado, apareció ella. Una chica de melena rizada, ojos color avellana, piel suave…y con el corazón más gélido que un iceberg…a mí me toco ser el Titanic.
Esta chica se llamaba Sonia, un ángel caído a las profundidades de los avernos. Al principio todo fue maravilloso, amor a la primera vista. Compartimos mil besos en los portales, mil caricias por las calles, mil promesas al oído. Todo era maravilloso a su lado, pero un día aciago, mil agujas se clavaron en mi corazón. Sonia me dejaba, rompía con todo, ni siquiera quería mi amistad, la única palabra que conseguí de sus dulces labios fue un…Adiós. Mis ojos se enmudecieron, mis manos se agarrotaron y en mi boca solo existía una frase…”la fuente”.


Fueron días insoportables, no podía comer, no podía respirar, no la tenía a mi lado. Un día vagando como un ente errante por el instituto, encontré la razón de la ruptura, un chico llamado Marcos iba a su lado, compartiendo las mismas caricias que hace unos días me pertenecían. Si esa visión no fuese un dolor lo suficientemente grande para ahogarme el alma, a Sonia no se le ocurrió otra idea que rematarme. Inventó mil historias, en las que existía un monstruo que le hacía la vida imposible, que la amenazaba, que la perseguía…yo era ese monstruo. Yo no había echo nada, lo único llorar su ausencia, pero estas mentiras provocaron que la mayoría del instituto me odiase. Incluso Marcos y sus amigos en un acto de absoluta valentía me arrinconaron contra una pared, eran siete contra uno, me golpearon hasta caer al suelo, yo ni siquiera levanté la cabeza, solo sentía como me caía en un pozo de desesperación y como se abrían mis antiguas heridas provocadas por el “señor”.


Un año después recibí el perdón de muchos compañeros de instituto por no haber creído en mí, pero era demasiado tarde, no necesitaba ni quería una amistad falsa, un perdón salpicado en dolor. Al menos contaba con ciertas personas que siempre confiaron en mí, mis amigos, mi gente.

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